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Por muchas vueltas que se den, y larga sea la carrera contra el tiempo y el propio Yo, uno siempre es fiel -inconscientemente, claro- a su patria. A sus genes y a su infancia. Nada puede cambiarlos. Agotador y placentero es luchar contra ello. Tristeza y voluptuosidad cuando al pensamiento aparecen firmes los propios cimientos inevitables. Aquello del carácter y el temperamento de don Arturo. Necesidad y felicidad, azar en definitiva, y el vértigo ante la propia impotencia. La cuestión es si ese pasado deformado y edénico y estos genes retorcidos son algo más que un espejismo, una eveasión literaria, o si más bien podrían adecentar una estancia en la realidad. Darle una perspectiva, modesta, que permita una gran biblioteca con leños encendidos al fondo, allá por las desérticas heladas tierras del norte. Una autobiografía inventada, sólo hasta la primera juventud, podría ser noble y provechosa labor, más que un centenar de gruesos volúmenes históricos.
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Igual de monstruoso es vivir en paz con los hombres (y en guerra con las propias entrañas, que dijo el poeta), que llevar la guerra afuera del alma contra el Otro y contra Dios. Una especie de paz en la derrota que relativice las antiguas consignas y permita un denso y aburrido transcurrir. ¡Qué mejor escenario que Cuenca, Teruel, Soria, Zamora o Huesca! Pero en un pueblecito, que las capitales me recuerdan en exceso que somos hijos del tiempo y del 'progreso'.
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No es la vida sino nosotros los que se mueven, traicionando su vacía rotundidad. La nostalgia -hacia nada- la insatisfacción -por nada- son los perennes recordatorios de nuestra alma huidora.
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Galvanizar todos los odios en una gran risotada, y si aún quedan fuerzas escalar el Everest. Después no ha de quedar más que la más beatífica nada. Nos habremos inmunizado contra nuestro propio veneno.
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martes, 1 de diciembre de 2009
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