Mi padre y yo siempre nos hemos querido,
no lo dudo, pero la relación nunca ha sido
fluida. Al menos desde mi adolescencia
y ya he llegado al otero de los 45. Mi timidez,
mi cortedad, posiblemente debida a su carácter
y proceder autoritario (de lo que en otros
aspectos no menos importantes me he beneficiado,
a qué negarlo), mi retraimiento, confieso,
ha hecho imposible una verdadera comunicación
entre mi padre y yo. Nuestras charlas más parecen
un educado y ansioso interrogatorio con parcas
preguntas y respuestas monosilábicas que una
verdadera confesión entre un anciano padre cercano
a los 80 con su hijo, ya padre también, de casi 50.
Me parece imposible otra situación y ni reprocho
ni echo en falta otra cosa, por triste que resulte
el reconocimiento, y me muero de vergüenza con sólo
imaginarme una reciprocidad más íntima y cálida, más
franca, entre ese septuagenario progenitor y su vástago.
Muchas cosas nos hemos callado, es cierto,
pero no creo que la verdad de mi padre me sea
tan extraña, y hasta juraría que muchos de mis
defectos y virtudes son los suyos; sé que él sabe esto,
que lo supo antes que yo, y que muchas veces
lo ha pensado; sé que él hubiese escrito el mismo
poema; e intuyo que él tampoco conversó ni se sinceró
realmente con el abuelo Francisco,
del que nadie jamás me habló mal ni tampoco bien
(tan en silencio pasó como silenciosamente
discurrimos mi padre y yo)
y que el olvido ya desterró hace muchos años de todos
los corazones salvo del de mi padre, único superviviente
de aquella familia de la postguerra que es y no es la mía.
jueves, 16 de abril de 2009
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