Son las seis de la mañana y es domingo,
en casa duermen, me encuentro en la barra
del Alameda, cafe lento y rápidos cigarrillos.
Desconozco la hora que será en el Cielo
y en Infierno y si en esos renombrados
lugares se sirve tabaco y café.
No tiene importancia, digamos que en el Paraíso
no puede haberlos - a lo sumo light y descafeinado-
y que en el Infierno, su inversión metafísica y moral,
sí. No importa, de seguro que son países inexistentes
y demasiado pefectos para permitir ningún
vicio o perfección humanos.
Son las seis, y el Colli sobre Platón sobre el mármol
junto al café y el insalobre paquetillo de humo.
Solón y Esparta son los ideales de juventud
del joven y engreido Aristocles -hijo de Aristón.
En su cansada vejez mantuvo soberbio
su ímpetu adolescente y aristocrático
(lo dicen Zeller, Campbell y Willamovitz).
Es triste, o es sabio...
Cierro el libro por la página 53.
Observo rostros y conversaciones entrecortadas.
Me bastan las borrosas figuras y el rumor de fondo
que son el ámbiente que a estas horas busco
o al que me he acostumbrado. Yo también
participo de ese rumor y no soy menos borroso,
me digo. Ni tristeza ni alegría, es una neutra verdad.
(Hay quien piensa que las insignificantes vivencias
personales no han de tener valor literario, que son como
la obscena desnudez de un cuerpo viejo y feo, y es cierto,
pero son la única materia de mis sueños y melancolías)
En hora y media estaré pasando estas líneas
pero yo seré otro porque el celeste eléctrico
habrá invadido calles y almas, y el frío será mayor.
Mejor no pensarlo y miro la televisión sin voz
y hablo con Pepe de futbol y catarros.
Terminando el tercer café y el décimo cigarrillo
me hago el firme propósito de dejar de fumar.
No me sienta bien. Caigo entonces en la cuenta
de la futilidad de mis versos, como colillas aplastadas:
es una mezquindad escribir cuando Pessoa,
Pavese, Rilke y otros ya lo han hecho...
pero leerlos es mayor impudicia, mucho más
que desnudar un alma insignificante y castrada.
domingo, 18 de enero de 2009
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