Eran una singular pareja,
un padre y su hija,
Román y Denisa, digamos,
de unos 40 y unos 10.
Él era enjuto y alto,
de piel y pelo oscuros,
de ojos y facciones nobles,
al menos agradables.
Ella rubia y con grandes
dientes de niña, de bella sonrisa,
de una risa más grande
que toda su pecosa cara.
Era domingo muy temprano,
en donde Miguel, allí en la plaza.
Se les veía muy unidos.
Él serio -¿diré elegante?-
en su amorosa posición de padre;
ella, de chandal rosa, saltarina y jocosa
como celebrando el rato compartido.
La escena fue la siguiente:
Román echaba monedas,
muchas monedas, demasiadas,
en la ruidosa tragaperras
y Denissa le acompañaba
como en un juego.
Ella daba al botoncito verde
cuando cada moneda era tragada,
y preguntaba si habían ganado.
Él nada decía y miraba fijamente
la atracadora pantalla multicolor.
Yo sé, como lo sabía Román,
que eran muchas monedas,
demasiadas, y que no era un juego.
Pero no es esto lo que deseo contarles.
Pensé que la niña era feliz.
Cuando pasen muchos muchos años
y Denissa sea una viejecita muy vieja
con toda una vida en sus cansados ojos,
no recordará la ludopatía de Román
sino el amor y el infinito calor
de la cercanía de su padre, más cálidos
e infinitos en su tierno recuerdo.
Denissa no podrá ni querrá compartir
lo que sentirá porque nadie entendería
que su indecible secreto, íntimo y sagrado,
es la esperanza, de una niña y una vieja,
de volver pronto al regazo de Román.
lunes, 2 de febrero de 2009
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