Algunos días de mayo, a mí que gusto
de noviembres tardíos, resultan
especialmente agradables. LLevo años
observando tan particular y exacto
aunque ocasional placer, quizá un don
del azar o de mi sabia e ignota homeostasis.
Calor, arrimado sobre una sombra salvífica
y mecido -mecida el alma- por una brisa
fresca y transparente. La claridad del minuto
y el fúlgido azul del cielo, normalmente hirientes,
se vuelven una plácida atalaya. Una estrella,
la voz, algo de fortuna... la servilleta siempre
fiel. El sosiego consciente en una limpia
y solitaria barra; la amena y discreta
conversación con Pepe y Emilio: el paro,
los niños, el verano... los poetas no nacidos.
Sé que en unas horas quebrará el encanto,
y que posiblemente retorne en un día de éstos
o quizá en la próxima primavera.
De todas formas, me digo, allí espera fiel
noviembre, nuestro más sagrado mes,
con sus fríos y largos atardeceres productores
de melancolía y vida. Sí, ya me salgo del poema
volando hacia un otoño de ensueño y realidad.
Noviembre es los domingos de mi infancia
campeando con los primos y los hermanos;
noviembre es la juventud universitaria
entre cafés y librerías, el gabán bien apretado
y las manos entumecidas; noviembre es el joven
Papini en su otoñal y gris Toscana, y es Harry
Haller leyendo a Hölderlin y besando el espectro
de su amada. Hoy, simplemente, es un día de mayo
que ha traído la vana ilusión de la memoria y el tiempo.
martes, 5 de mayo de 2009
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