No son tus palabras,
siempre tan evasivas
y contradictorias,
tan de ti misma,
quienes me lo dicen.
Tampoco tus ojos
ni tus gestos, sintagmas
y lexemas de un lenguaje
infinito y sin gramática;
nunca se me dieron bien
los idiomas y el tuyo
es particularmente difícil.
Pero -¿acaso un guiño
del Dios del amor casto
y caníbal?- tu calor
te delata cuando me abrazas.
Tus aceleradas
e indefiniblemente
cargadas partículas
hablan con claridad
lo que no quieres
decirme e intentas olvidar.
¿Sabes qué te digo?
Que tus ateológicos y
enloquecidos átomos
dicen una gran verdad:
que no puede ser pecado
posar dulcemente tu calor,
el calor más absurdo y tierno,
en otro cuerpo humano.
Que el único pecado,
que el único pecado mortal
sin perdón, es arrojarlo sobre
el vacío sepulcral del universo
y de las pétreas catedrales.
sábado, 30 de mayo de 2009
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