Revolución. Muy pocos echan mano en nuestros días de esta palabra. Hace años, no tantos, era habitual, necesaria, sustancial. Cada época, cada generación, termina descubriendo sus propios y lamentables límites, sus propios mediterráneos. Nada nuevo bajo el sol. La repetida y repetida maldad -más bien egoísta mediocridad- del ser humano. Al menos de los que a mano tenemos. Nosotros, los Occidentales y la pléyade de hipnotizados copisteros. Los monopolizadores del vocablo sagrado alcanzaron su propia y bien retribuida revolución. Desde entonces, en un lento pero imparable proceso, ya nadie habla de transformar, cambiar, destruir, la sociedad nefanda que nos ha creado. Y que nosotros, en nuestros sentimientos y acciones, perpetuamos. Mutis por el foro hizo la revolución, siempre pendiente. El ser humano es incapaz de una sociedad realmente elevada, justa e igualitaria.
Preguntar entonces por las posibilidades revolucionarias del arte, de ciertas formas de la poesía y la narrativa, resulta ingénuo. Cualquier respuesta que quisiéramos, aunque fuesen nuestro hígado y nuestro corazón quienes gritaran, sería artificial e inocua.
El arte, tal vez, ayuda al artista en su individual peripecia, un su particular y pírrica revolucíón.
El arte, tal vez, es real, afecta realmente, a unos pocos espectadores.
El arte, nunca, nunca, provoca una revolución de las conciencias y las estructuras.
El arte, de haberlo, no se halla en el inmenso negocio cultural. ¡Y cuánto abarcan sus escaparates globales!
El arte, de haberlo, porque el nombre ya es lo de menos, se encontraría en los márgenes de la cultura. Ciertas minorías cultas, decentes y, a veces, geniales. Mientras no lo fagocite la industria y sus instintos hedonistas ése será el arte posible. Minoritario, anónimo, clandestino.
sábado, 6 de octubre de 2007
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