¡Si yo entendiese...!
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Huimos de la felicidad, de la dicha, porque en el hombre es indisoluble de la tristeza por lo efímero. Es el pecado griego, de algunos griegos al menos; lo que no es absolutamente (y no importa no entender tan visceral concepto) no es en absoluto. El pavor al dolor sin remedio ni fin nos hace mediocres y mezquinos... ¡hasta que terminamos aficionándonos a la ruindad y la llamamos seriedad, moralidad, y demás sapos conformadores! ¡Engreídos y ciegos hasta el fin! De derrota en derrota hasta la victoria, queremos convencernos, cuando la verdad es la inversa; cada triunfo nos acerca a la derrota final.
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Somos -y digo somos por descortesía- el ser que contempla su suicidio. Sólo en la agonía, en el naufragio, en la autoinmolación, alcanzamos cierta plenitud y sentimiento de lo auténtico.
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No se trata de ajustar cuentas con la Historia ni con Dios, sino de expurgar la propia alma de toda su ornamental tramoya conformista (y conformadora; aunque sí, sé que es imposible y que nuestra más elevada posibilidad es la de insuflar nuevas mentiras, una tras otra hasta creerlas por agotamiento). Activamente mudos, serenamente tristes, lúcidos en la oscuridad... alejados de ese museo de cera que son las buenas intenciones y su preceptiva metafísica.
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Somos la impotente excepción a la universal regla del silencio y la nada. Somos la única forma dañina del vacío. Somos la imagen invertida de nuestro arrojado espejo. Somos, si es que pretendemos alcanzar algún estatuto metafisico, el error más garrafal que la eternidad se ha consentido. La prueba viviente (prueba ante tribunal ninguno) de que nada tiene ningún sentido. ¿Qué más demostración que reconocer que si hubiese sentido éste sería más absurdo que la nada y el sinsentido?
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Es dar vueltas y más vueltas sobre lo mismo, que no sé qué es. Sé que no avanzo incluso cuando consigo convencerme de lo contrario y cuando la dicha me inunda.
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sábado, 17 de octubre de 2009
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