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Dios, mundo, alma, yo, verdad y virtud, tiempo, caridad, amor, deseo, pasión... somos cómplices de todo cuanto aborrecemos y nos es dañino.
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En una mente lúcida -y con un corazón derrotado pero en pie- la tristeza y la felicidad, el tiempo, Dios y la Nada, la inteligencia y la necedad, son la misma cosa. El reflejo sin nombre de nuestra esencia, de nuestra soledad, de nuestro infantil asombro y nuestra sabia agonía.
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No hay donde agarrarse ni donde caer estrepitosamente. Sin embargo, la náusea y el cansancio, como como el sol que crea los espejimos en el desierto, nos hace bracear en el océano sin agua de nuestra alma.
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La náusea -que a veces es alegría y a veces tristeza- es la inútil cifra de nuestra existencia. Como una llave en un universo sin cerraduras ni puertas.
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Finalmente aprendes a no desear, a no sentir. Descrees de las ideas y de los sentimientos, y descrees de tu escepticismo. Amansado para toda la eternidad por el titánico peso de la Nada que golpeó tus ideales y golpeó tu vacío. Cuando me he vuelto inacapaz de todo es cuando me he reconocido.
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El romanticismo ditirámbico y ruidoso de Nietzsche no es más que el preludio -o el síntoma- de su patética tragedia: la fe en un 'nuevo hombre por venir'. La locura lo salvó a él. A mí, mi mediocridad.
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sábado, 17 de octubre de 2009
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