miércoles, 29 de abril de 2009

Rafael Calero (2)

HIJOS DE PUTA
El mundo está lleno de hijos de puta
Fito Páez


El mundo es un lugar lleno de hijos de puta.
Sin miedo, salen de sus madrigueras,
tomando el control, poco a poco, de todo:
supermercados, galerías de arte, pastelerías,
tiendas de pianos, empresas de pompas fúnebres.
Los puedes encontrar en cualquier sitio,
por muy extraño que parezca.
Trabajan en los bancos, en los hospitales,
en las peluquerías o en los bares de moda.
A veces llenan el depósito de tu coche
de gasolina o enseñan a leer a tu hijo pequeño;
otras veces te venden una pizza recién hecha,
una película porno o el último premio planeta.
Conducen camiones, autobuses urbanos, taxis.
Algunos son famosos: los puedes ver en televisión,
en los periódicos, en las revistas.
Los hay millonarios y están aquellos otros, que,
literalmente, no tienen donde caerse muertos.
Hombres y mujeres.
Jóvenes lozanos y ancianos decrépitos.
Pueden ser hermosos, atractivos, elegantes.
Pueden ser feos, deformes, malolientes.
Morenos y rubios.
De largas melenas o alopécicos.
Solteros, casados, divorciados.
Algunos votan en todas las consultas electorales:
elecciones municipales, autonómicas, generales,
referendos o plebiscitos sobre cualquier asunto:
otros no lo han hecho nunca (ni piensan hacerlo).
Algunos son donantes de sangre, de semen,
de riñones, de penas. Otros, sin embargo,
no dan ni la hora a la madre que los parió.
¿Qué le vamos a hacer? Así es el mundo,
un maravilloso lugar lleno de hijos de puta.


NADA DE MÍ
¿qué es la muerte?
Alfonso Costafreda


Yo moriré un día otoñal
de finales de noviembre.
Será un día desapacible y gris,
un día de lluvia fina,
frío y melancólico,
y el viento traerá,
al amanecer,
un ligero aroma
a día de fiesta
y a estrella fugaz.
Ese día
las calles de las ciudades
se llenarán de bufandas y abrigos,
de prisas cotidianas,
de ruidos desnudos,
de coches veloces
y los diarios hablarán,
como de costumbre,
de la guerra y el paro.
Ese día,
una mujer de ojos negros y manos delgadas
tocará en un viejo piano
música de Mozart
y alguien,
sentado ante un café humeante,
leerá en voz alta
un poema triste
de Ángel González.

Después,
nada.
No quedará nada de mí.
No seré yo alguien a quien recordar.

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