lunes, 7 de enero de 2008

La casa del poeta

Se trata de un cuentecillo que escribí hace unos años. Supongo que este cuaderno es el lugar de exponerlo, y si no, ya me lo diréis.



Señor juez, me llamo Fermín Sánchez, tengo 38 años y quiero confesarle el asesinato la otra noche del poeta Manuel Larrollo. Ha sido un acto conscientemente decidido, premeditado e inevitable. Le disparé a bocajarro con esta misma arma que ahora acaricia mi sien y que pronto la abrasará. No trato de justificarme en ningún sentido; no estoy arrepentido ni pido perdón a nadie por aquello. Sé bien que mi conducta no tiene ninguna excusa legal o moral, pero humanamente no me quedaba otra alternativa que la que cumplí. No soy culpable en ningún sentido; de nada, ni de esto que le confieso en particular. Al menos dos razones explican el suceso, pero mi único móvil ha sido la venganza. Lo que definitivamente me decidió a acabar con la vida de Larrollo (que ciertamente ya lo había deseado y trazado durante años, pero de un modo fantástico, sin intención real de nada, sólo para complacerme y aquietarme), lo que verdaderamente decidió el destino de ese hombre, señor juez, fue que me robara. Lo confirmé la pasada semana en su último y aplaudido libro de poemas ; le aseguro que esos versos son míos, yo los compuse hace más de quince años, y que él me los robó, para publicarlos ahora con su propio nombre.
Si escribo estas notas es sólo con la voluntad y la esperanza de acabar con el renombre y la gloria de este crápula estafador. Me he atormentado en el recuerdo de mi trato con él, y me desespera la inmortalidad que tal vez le otorgo al martirizarlo. Pero como le digo, todo esto es inevitable. Suicidándome sólo persigo hacer más creíble mi historia.
En mi juventud fui voraz lector de rimas. Yo mismo me creí poeta. Aquello ya pasó hace mucho, y hoy es sólo el doloroso recuerdo de una ingenua y cándida pasión. Mientras devoraba aquellas palabras mágicamente encadenadas en frases cortadas, gustaba de imaginar y reconstruir la figura del inspirado espíritu que las había hallado y que me las traía desde un mundo soberano como invitación a su vida pura, errante y genial. Eran pues los poetas, al menos la idea fabulosa que yo de ellos deseaba y me había inventado, y no solamente sus versos lo que a mí me seducía. Pero todo esto pasó cuando conocí a Manuel Larrollo, renombrado ya entonces y hoy canonizado por los voceros y las editoriales.
Una barba grande y robusta, fértil en todas las direcciones ; unas largas y limpias greñas cobrizas encopetadas con una gorra negra de montería ; un bohemio vestir y portar medidamente desaliñado y desgarbado ; todo esto en un inmenso y efusivo cuerpo humano. Esta era su estampa entonces. En aquella barra bebimos y bebimos insaciables del mejor güisqui hasta la madrugada. Larrollo hablaba sin parar de todas las cosas, hasta de las cosas nuevas que él inventaba al decirlas. Yo lo escuchaba con todo mi atontado y esponjoso ánimo, que él desde el principio descifró; rendido y a su merced. Presa fácil. Yo no quería ni podía resistirme, y cuanto de sus labios salía me parecía excepcional y rotundo. Si sus explicaciones antojaban incoherentes, yo achacaba a mi sobrada lógica el error. Si él discurría banal, yo maldecía mi impermeable superficialidad. Eternamente en aquella barra en su compañía y haciendo mías sus palabras, allí hubiese querido morir.
Sobre servilletas yo garabateaba frenético mis rimas, algunas recordadas y otras improvisadas, que él leía y guardaba en el bolsillo de su gabán. Casi siempre asentía. Me animaba y me encendía.
Casi amaneciendo abandonamos el último local. Luego lo acerqué en mi coche hasta su casa, y allí insistió en una última copa de un licor que reservaba para ocasiones muy especiales. Agradecido acepté. Era una magnífica mansión en el barrio alto y residencial ; el “séptimo cielo” la había bautizado. Subimos por una soberbia escalera de piedra turca que tajaba su bien cuidado y frondoso jardín y que nos condujo hasta la puerta del castillo. Entramos y me acomodó en un amplio e insinuantemente iluminado salón. Los materiales más nobles y los aparatos más sofisticados hacían la sala verdaderamente acogedora. Me sentó en uno de esos sofá bajos, de piel y sin respaldo, casi un diván, mientras él se dispuso a preparar la bebida. Yo observaba la exquisita decoración de la sala con temas tan dispares ; en sus paredes y anaqueles armonizaban lo egipcio con lo abstracto, y la madera con el cristal, el metal y el mármol. Mentalmente continué construyendo metáforas y encajando palabras y silencios. En aquel momento hubiese agotado todas las combinaciones del idioma y hubiese acabado con la poesía. Todo ese torrente lo fui estampando sobre unas cuartillas que Larrollo me había señalado; “para apresar a la musa, si vuelve”, me había dicho descuidado.
Cuando regresó, sólo una túnica azulada lo cubría. Se sentó junto a mí, cogí la copa que me acercaba y repasó mis cuartillas, que rápidamente insertó entre las páginas de un voluminoso libro que reposaba en una mesita cercana. Bebimos. Ahora era yo quien más hablaba : al principio de mi felicidad y gratitud hacia él, de lo elevado de su arte y de la modestia del mío... y después sólo balbuceé sobre la poesía y los aedos de otros tiempos. Sus manos me acariciaban mientras él me prometía... yo, inmóvil, prisionero de mi propia conciencia despojada de sí, lo escuchaba muy lejano. Me hablaba de sus amigos importantes y de los grandes editores ante los que me apadrinaría. Me desnudaba. Me besaba y manoseaba por todo el cuerpo. Le bastaba un pequeño esfuerzo para vencer cualquier tentativa de resistencia por mi parte. De espaldas sobre aquel tálamo lloré en silencio mientras él me penetraba animalmente y culminaba su noche. Lo que aquella vez pensé y sentí, y lo que realmente perdí, es algo que nadie sabrá jamás... pero esos versos, señor juez, son míos.

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