sábado, 7 de marzo de 2009

Manifiesto estético (borrador)

Las reglas de la poética son muy simples.
Impaciencia e incoherencia. No hay otras.

Una palabra, una frase (que ya es verso)
llegadas al azar, una idea, una escena
o sentimiento, incluso un incierto argumento,
son el inesperado y apresurado inicio.

El poeta, con toda la impaciencia de que es capaz,
agarra ese viento por las solapas, temeroso
que huya, y se aplica febril a decir todo el universo
y todas sus sombras en una servilleta; los ordenados
y pulcros folios en blanco sobre la mesa le aterran.

10, 15, 20 versos, y se trocan el Ser y la Nada.
(les aseguro que nunca vale la pena releer lo escrito,
pues vuelven a trocarse la Vida y la Muerte
y arrojas abatido y patético el frágil papel).

En 10, 15, 20 dislacados versos, ¿qué coherencia
o qué verdad pretendes? Otra palabra, otro momento,
y vuelta a empezar sabe Dios para decir qué.
El poema es infinito, se alimenta de sus propias
excreciones y es la única antinomia medianamente
decente de que somos capaces.

A lo que hubo antes de la filosofía, la teología
o la ciencia, lo llamamos poesía. Algunos, arte,
y otros religión. Sólo nombres del paraíso posible.

El embrujo de la palabra que crea palabras
e inunda el alma de palabras... Nos agarramos
fiéramente a la vida que nos taja con ojos
de cadáver definitivo, y no rehuímos su mirada.

La poesía, impaciente e ilógica, es un instinto
sin pretensiones ni engaño; la filosofía, quién
lo niega, una presuntuosa y falaz perversión.

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