No nos es suficiente con estar muertos,
como sólo nosotros sabemos estarlo, sino
que queremos saberlo, palparlo, y decirlo
impúdicamente. Cualquier cosa nos resulta
un motivo para sentirnos despiertos, tal vez
vivos, e incluso plenamente despiertos y vivos,
porque la única certeza es que la vida y el sueño
nada significan. Un breve instante ciego
del fuego universal nada ha de significar.
Aun habiendo descubierto el íntimo secreto
del fuego, buscamos y encontramos de continuo
motivos; nos convencemos de que no todo
ha sido ensayado, y que cabe la posibilidad
de romper las férreas cadenas del vacío.
Siempre, nos decimos, se puede comenzar
de nuevo, como si así, nos decimos, fuésemos
alguien distinto, o el tiempo y sus sombras
se trocaran en otra sustancia. Las pequeñas
cosas que nos salvan de nosotros mismos
terminan iluminado cuanta realidad estamos
dispuestos a sacrificar alegres en el eterno
fuego. Todo tarda en llegar, y la impaciencia
llega traicionera a nuestros más agradecidos
propósitos. Todo tarda en llegar, pero al final
todo llega y, nos decimos, todo ha valido la pena.
Desconocemos a qué malditos dioses queremos
conmover para provocar su perdón; en verdad,
desconocemos qué falta o qué perdón son decibles
de nuestra naturaleza y de la de los improbables
dioses que nos devoran. Un sagrado fuego
y una sagrada sed, nos decimos para consolarnos.
Si quisiéramos pensar de otro modo, y sentir
de otro modo, empezaríamos por no entender
lo que tan claro nos parece, y empezaríamos
por asumir en su santa y aterradora simplicidad
el azar impotente de la existencia y el azar
impotente de la conciencia. Renunciaríamos
a nuestras propias historias, renunciaríamos
a nuestra mezquina memoria de contables,
denunciaríamos a cuantos quisieran ocultarse
tras patrañas eternas, las pavesas del universo,
que tan poco consuelo han dado jamás a nadie.
Reconoceríamos el amargo sinsabor de los días,
todos iguales, y el amargo sinsabor de los rostros,
todos iguales. No querríamos saber de estúpidos
matices, ni querríamos quedar prisioneros
de fútiles sentimientos. Reconoceríamos,
ya que ni en la verdad podríamos callar,
reconoceríamos que gritar o rezar son actos
tan innecesarios como reír o llorar.
El lenguaje, siempre inacabado.
Los protagonistas ausentes.
El temor y la inquina que nos aproxima y separa.
La soledad del hombre en el universo,
y la soledad de cada hombre.
La tentación de hacerlo todo para nada hacer,
o la posibilidad de la más radical inacción.
Lo terrible, quién sabe, no es existir, sino pensarlo.
Alguien, hace demasiadas generaciones, maldijo
inocentemente a sus descendientes. Alguien, alguna vez,
no debió nacer, o no debió salir de su inmediata inconsciencia…
¡como tampoco nosotros ahora...! me digo sin esperanza
mientras nos comemos con la mirada, con las manos,
sexo contra sexo, con el cuerpo entero en nuestras bocas.
miércoles, 4 de marzo de 2009
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