lunes, 16 de marzo de 2009

Poema platónico

Quiero hablar, como en tantas ocasiones, demasiadas,
del tiempo y sus literaturas, de los dioses y de la voluntad
extraña y la inteligencia extraña de los hombres.

Alguien sabio señaló la belleza y honradez de la monotonía.
Así es, como no lo es menos el esfuerzo por deshilarla
en sus indefinidas unidades lingüísticas y eidéticas.
El alma altanera (sola y alta y sideral; trascendente);
las palabras más repetidas (alma, libertad, dioses, destino,
tristeza, absurdo, mirada, instinto y lágrima);
la luz que duele más que las sombras, tantas veces;
el mar, que precisa de todos los colores para proclamar que carece de color.

Del nombrar desecador y preciso. ¡Qué mágico y ultraexistente
al principio nombrar para descreer de lo más superficial y mortífero!
¡Pero luego todo es sólo esos nombres, esas palabras,
esos sonidos y grafos, esa celulosa y esa tinta,
esos nuevos e innecesarios enigmas
que nos echamos a golpe de libro y amigo unos a otros…!
¡Qué infernal lógica de la conciencia –pues no otra ha de ser
la culpable-, qué fatal necesidad nos lleva de la desorientación a la ignorancia!
¡Qué equivocada, enferma y mortecina es entonces la libertad y sus formas!

La ignorancia y la perplejidad más cansinas son el fruto
o el precio que se paga por la libertad o la autenticidad
o por la mismidad o por la soledad o por la liberación o…
¡no sabría qué decirte ahora, y reconocerte el silencio tal vez sea insuficiente!

¡Y más y más quebradas paradojas!
No sabemos si nuestro sino es resolverlas o plantearlas,
no sabemos qué desear, ni si olvidarlas o cambiarles
el rostro –el lenguaje, los colores, el tono y la música-.
El deseo, el ímpetu incondicionado que pugna
hasta caer vencido en los astros platónicos de la inteligencia.
O el deseo de la inteligencia prisionera de los instintos
hacia el hogar demasiado asexuado e imposible de los intemporales.

Describir y describir escenas ficticias, minuciosas y desprovistas
de trascendencia para trascendernos (repetirnos, ocultarnos, multiplicarnos)
en ellas. Darles un ángulo y una importancia inverosímiles,
reacomodarlas a nuestra subjetiva objetividad.
Mostrar una decadencia innecesaria.
Mostrar una sensibilidad poética –y no preguntes qué significa esto-.
Mostar una sensibilidad innecesaria.
Mostrar una pericia poética innecesaria.

Procedemos de las más expresivas y malditas vanguardias,
para desfondarnos y descreer de ellas.
Venimos de la poesía de la experiencia, y descremos de ella.
Venimos de la nueva sentimentalidad, y descreemos de ella.
Procedemos de los libros, colecciono libros, y descreemos de ellos.
Tanto que amábamos, para descreer tanto y amar escasamente.
Creamos para descreer, pero cada vez más cansados y escépticos.

Nos reconocemos muy vaga e indirectamente en el placer
de la taumatúrgica repetición.
Nos reconocemos muy dulce y suavemente en la paz y el arrullo
del ancestral rito de la renovación; (pero no para renovarnos y renacer,
sino para sumergirnos definitivamente).

También inventar palabras onomatopéyicas, necesarias:
sínide, nebliza, coralina y desdemuzar.

Y muchas palabras y muchas personas son hermosas,
y la hermosura es bella. En ocasiones todo el Universo
son tus pequeños pechos, o no tan pequeños si son todo el Universo.
El tiempo devora al tiempo, y las palabras y las personas hermosas
casi nunca son bellas. Y la belleza no es buena. Y Platón nos engañó.
Y a Platón también lo engañaron… posiblemente no fueron
los dioses ni su maestro Sócrates ni Pitágoras el Mago
sino sus enamorados padres o sus eróticos afectos.

Y hablar de la muerte para que pierda su fatal atractivo.
Decir la muerte de las miles de formas que nos han enseñado
y de las otras miles y miles posibles. Disfrazarla de teología.
Disfrazar a la muerte de muerte,
amortajándola con nuestros límpidos y esféricos sudarios.

Y hablar del tiempo (que vence a la muerte porque es la muerte
en su escorzo más hermoso). Disfrazar y agotar al tiempo
dándole obligaciones metafísicas y éticas.
¡Oh, sublime máscara, el imperativo y el destino estéticos!

La muerte y el tiempo (que exigen un alma hueca y vivísima
y unos dioses inexistentes y eficaces) se anticipan
y se desmenuzan a golpe de luz,
y se alimentan de la vocación poética
más que de la propia vida (siempre más irreal).

Entones la poesía es también el cepillo del carpintero,
un arduo y agotado rasgador de la materia
de nuestra incontable conciencia.

El destino del poema (de cada poema,
o sólo de este poema) surge entonces irremediable:
la humeante materia sobre la que afanarse.
La conciencia.
El vacío y la nada en los pliegues de la conciencia.
Las palabras.
El vacío y la nada entre las palabras.
El vacío y la nada entrelíneas.
El vacío y la nada entre las letras de cada palabra.
Las nuevas palabras. (Acucharse y emonecer;
acucharse con las miradas los hermanos;
emonecer tristes tras los años y los sentimientos).
Manos y corazones de cristal.
Nuevos silencios.
La palabra cristal.
El inexpresivo y rotundo cristal.
Los añicos expresivos –demasiado vivos- y rotundos
de la arena y del cristal.
¡La alquimia falsa de la arenisca de sílice fundiéndose!
El deseo y la realidad (¿la ilusión y el ocaso?)
que como la certeza y la duda son el vacío y la nada,
son la misma verdad, la verdad misma, la única verdad.

Quisiera decir que todo esto es poesía. Y digo que lo es.
Y sé y digo que casi no he dicho nada.
Y sé y digo que sólo busco un ritmo y una repetición nouménicos.
Y sé y digo que busco cierta paz y algún manso placer
en esa paz y en esa paradisíaca monotonía.

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