Me pediste una carta de amor
y yo te regalé una caja de bombones,
un cupón de la ONCE, un libro de Sartre
y un rosario de la Virgen de Fátima. Te
reíste sin insistir en lo de la declaración
sentimental, y dejamos pasar el tiempo.
Nos comimos los bombones,
el cupón no salió,
descubrimos que Camus es mejor que Sartre
y que el rosario estaba hecho en China (porque
no se produjo ningún milagro).
Nos enredamos con las palabras,
que en ocasiones es más excitante y agotador
que enredarse entre sábanas, y nos
hicimos expertos chocolateros (todos los días
nos convidábamos hasta descubrir que el belga,
aunque el Nestlé no está mal, es el más apetitoso).
Nos aficionamos a la lotería -bonoloto,
primitiva, nacional, del jueves
y euromillón- hasta quedar casi arruinados.
Leímos, en los parques en cálidos atardeceres,
la obra entera de Kant, Schopenhauer y Dostoievski;
y nos hicimos coleccionistas de amuletos
sagrados de todo tipo y religión.
Vivíamos muy felices, como se dice.
Pero una noche te hallé muy pensativa
y te pregunté -¡tonto de mí!- en qué pensabas.
Una carta de amor, dijiste con media sonrisa,
una carta de amor...
Y yo rápidamente te compré un camión
de bombones belgas, una chocolatera profesional,
una tragaperras (que pusimos en tu salón),
las obras completas de Unamuno y la Larús
en 130 tomos; hasta el brazo incorrupto
de San Saturnino el Casto robé para ti.
Nos sonreímos una vez más, y continuamos
nuestra particular historia de amor.
Con lo fácil que hubiese sido decirnos
cuánto nos queremos y habernos metido
en un fotomatón para amarnos hasta fundirlo.
martes, 10 de marzo de 2009
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