Érase una vez, dentro de unos miles de años, cuando la Humanidad toda de todos los siglos y credos haya por fin muerto, que sonarán estruendosas las trompetas por el Universo entero (ahora ya vacío de materia y enfermedad) para llamarnos a todos al gran acontecimiento; el Juicio Final.
Carnes y huesos, corazones y cerebros, almas y odios y amores, volverán a juntarse en cada resucitado. Los amigos y los amantes, y los padres con sus hijos (y con los de éstos, etc.) volverán a verse y a tocarse y a amarse. Los antiguos enemigos (las víctimas y sus verdugos, por ejemplo) también serán partícipes de tan mágica comunión.
Esperaremos unos instantes (tal vez unos milenios en tiempo actual) y el Dios, o alguno de sus Ángeles, nos harán pasar a todos a la Gran Sala. Uno a uno seremos escuchados, infinitamente escuchados y comprendidos, por el infinitamente bondadoso y sabio Dios. Cada uno verá y comprenderá infinitamente su propia existencia, tan absurda e incomprensible ahora. Y cada uno comprenderemos y acataremos el infinitamente justo veredicto de Dios...
- ¡Todos al Cielo, que ninguno sois culpable de no ser Dios!. Disfrutad desde ahora todos de la Eterna Felicidad; que si bien nadie merece realmente el Paraíso, tampoco creo que ninguno de vosotros merezca el Infierno.
Todos, los más, harán loas de Dios. Y sus lágrimas de contento acaso rediman todos los milenios de ignorancia y error que la Humanidad soportó.
Quiero pensar, y ahora lo dejo por escrito para que en ese Día mi suerte quede sellada, quisiera creer, os digo, que el Buen Dios, ese Día de Perdón y Gracias Infinitas, me concederá mi verdadero Cielo;
-Quisiera, Buen Dios, que me vuelvas a la Muerte, y que me prometas que nunca jamás tu Divina Benevolencia me volverá a despertar.
domingo, 8 de marzo de 2009
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