Sartre, que demasiadas veces es un flagrante impostor, decía que no se debían escribir, ni aun muy sutílmente, las pequeñas cosas que a cada uno le fuesen pasando u ocurriendo. Decía que era amplificar innecesariamente lo que no tiene ningún valor. Pero si esas pequeñas futilidades son tan despreciables, ¿de qué escribir o sobre qué pensar? Se engaña quien piense que hay algo distinto a lo cotidiano absurdo, y quien pretenda para la razón ninguna finalidad superior.
Pensar es monótono: hay que huír de lo falso espectacular. Tan monótono y tedioso como lo es la vida. La mía, de la que realmente puedo hablar. El objetivo, todo bien confundido, es desahogarme, entablar pequeñas conversaciones, engañarme lo justito e ir tirando a unos metros de la cola del supermercado y de la cultura oficial.
Pienso que un pensamiento, del ámbito que sea, o una obra de arte, se convierte en clásico, es realmente bueno o genial, por el número de libros, a favor y en contra, que engendra. Inevitablemente cada generación asimila desde muy temprana edad los principios y acciones básicas de la cultura recibida. Este es un requisito indispensable para la propia cultura, su afán trascendente. Quiero decir que triunfan las obras más comunicables, las que permiten la libertad sin el derecho a ejercerla, la belleza sin placer o la inteligencia vuelta de espaldas a lo que realmente quire conocer. La filosofía, como el arte o la ciencia y la religión, son permitidas por la sociedad en cuanto proporcionan una coartada a la 'normalidad'. Esta normalidad no está basada ni menos aun fundamentada en principios comunicables y discutibles, sino que remite a la animalidad biológica de nuestra especie. Supervivencia, inercia y autosatisfacción son las causas de nuestra necesariamente dogmatizada estupidez.
Todo esto viene a cuento de que ayer, mientras leía a Epicuro, tan sano y sensato (un poco ingenuo y demasiado intelectualista, sin embargo) buscaba el motivo que pudo llevar al hombre a optar descaradamente por lo platónico, en sentido amplio. Veo difícil una ordenada vuelta atrás, pues la fuerza del platonismo es la promesa de lo imposible civilizador. Un desideratum impensable e impracticable pero que justifica en los corazones y mentes más honestas la sociedad deshumanizadora en que nos encontramos. Como si renunciar a lo inhumano fuese renunciar también a lo humano y personal. A sus márgenes pero aún a su sombra se puede subsistir, es posible un algo de libertad y lucidez, pero al precio de la mayor infertilidad y desasosiego personales. La historia de este lento vaciamiento es lo que una novela o un diario deberían recoger.
jueves, 18 de diciembre de 2008
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