martes, 2 de diciembre de 2008

Por decir algo

Si tuviese que prologar una Historia de la Filosofía comenzaría por reconocer que no sé qué es eso de la filosofía. No me refiro, no se trata de una modestia metódica, a que a filosofar se aprende filosofando, ni quiero decir que la cosa filosófica sea una ocupación tan noble e imprescindible que las palabras y las definiciones se queden escasas. Es algo más básico. Sé cómo definir la filosofía (soy capaz de una definición operacional, simplemente), y creo entender la utilidad que ha tenido y que hoy en día pueda tener dentro de nuestra cultura para las sociedades y los individuos. Lo que desconozco, y no me quita el sueño sino que me aleja despreocupado de la Filosofía, es para qué hemos filosofado durante tantos siglos; me descorazona el convencimiento de que la filosofía -como gran parte del arte y la literatura- ha estado, incluso explícitamente, al servicio de unos intereses que me resultan inaceptables. No consigo convencerme de que la mayor parte de los filósofos de todos los tiempos no han sido conscientes de tal falsedad. Cómo y por qué hemos mantenido durante tanto tiempo la aparente convicción de que la filosofía era una lúcida mejora para el ser humano, cuando no ha mostrado más que ser uno de los síntomas de su degeneración. La filosofía, pero no sólo ella, como achaque y manifestación de un cansancio y vejez prematuras. O incluso de un infantilismo insuperable, genéticamente o culturalmente imposible de evitar.

No es sólo, que ya es bastante, que la filosofía se haya estrechado conforme iba institucionalizando su saber. Tampoco que su modo lógico y lingüístico de proceder la obligue, por definición, a respuestas falaces, incurriendo casi siempre en una circularidad o petición de principios flagrantes. Es, y esto es lo que en definitiva quería contar en estas ociosas líneas, es que la aparente radicalidad de la filosofía no es sino un modo de ocultarnos las cuestiones realmente radicales, a las que acaso sería suicida acercarnos. La razón, sofisticada, sofística y engreída, es simplemente un instinto mitológico de supervivencia.

Pd, también ociosa: reinventar (digo por hacer algo, que lo mejor tal vez sea no hacer nada, y verlas venir), reinventar digo, y me pregunto por la prioridad y posibilidad: (a) la propia filosofía, (b) la sociedad y cultura, y, (c) al propio individuo, cada uno a sí mismo... hasta donde pueda y quiera. ¿Qué opción es la preferible?

2 comentarios:

anonimo dijo...

Los aprioris son necesarios, sí, pero para destruirlos en el placer de lo diferente, o en la tristeza de su falsedad.Los que aprenden algo son aquellos que abrazan unos principios maleables, los que están convencidos pero, sin embargo, aún dudan. Esos que cuando su sistema conceptual o visceral tiembla no temen la diferencia. Proyectan su ideario y sus valores al mundo y aceptan que el propio mundo los aplaste. Estos serán golpeados, vencidos, desencantados, pero son los únicos sabios porque amam la sorpresa y la gris inocencia que hay en el desengaño.Los otros, los fanáticos, no me interesan. Esos no quieren la sorpresa y detestan la diferencia. Y no lo hacen por amor propio ni por ceguera, sino por miedo al horror. Esos no están dispuestos a cambiar de opinión. No están dispuestos caer y dolerse. No sé si Platón estaría dispuesto a cambiar de opinión, quizás en privado y no ante su viejo maestro. Descartes no cambiaría de opinión. Los estoicos, los epicúreos, Tomás de Aquino, Kant, Hegel, los idealistas y Schopenhauer no cambiarían de opinión. Dudo que incluso Cioran estuviera dispuesto a hacerlo. No sé, la historia de la filosofía como historia es bastante ridícula y tediosa, como filosofía demasiado mendaz y asexuada.
Otro saludo desde granada, Cuídese.

Egoficción dijo...

Usted lo ha dicho mejor que yo. La filosofía -también Cioran- se mueve entre el horror y el fanatismo. Cómo sentir el tiempo sin horrorizarse. Cómo reflexionar y sentir sin acorazarte en unas azarosas verdades. Cómo ser hombres sin que nuestra humanidad nos paralice. Saludos.