lunes, 23 de marzo de 2009

Poema

Por muy de buen oficio que sean
me resisto a los eufemismos.

¿Dolencia, alifafe, afección, indisposición?
No. Enfermedad. Es indudable que hay
enfermedad en el hombre. En los rostros
y en los gestos, en las derrotas y los triunfos,
en los sentimientos y las opiniones.

Está en el ambiente y nos afecta hacia dentro
y surge de la esencia misma cada ser, quizá
de la imposible ecuación entre la memoria
y el olvido, entre el yo y sus sombras. O más
simple y aterrador; la contradicción del Nosotros.

Una enfermedad de los ojos, dijo Pessoa;
o del páncreas y la laringe como aseguró Rilke
mudo y despechado por Lou Andreas. Del hígado,
que supuisieron con acierto Dostoievski y Eckart.

Es indudable que hay enfermedad como
atestiguan nuestros más conspicuos enfermos.

El proceso de nacimiento, desarrollo y muerte
que tan bella y exáctamente se cumple en la
naturaleza, en una hermosa flor, por ejemplo,
o en el más vulgar insecto, no se observa en el
caso de los hombres, y en algunos con escandalo.

El desarrollo, la plenitud, la vida siempre
hermosa y poderosa en su pureza y evidencia,
para algunos al menos, es tan ajena como
el sexo, las dudas o la piedad para Dios.

Hablar de enfermedad -rehuyo los eufemismos-
es enfermedad. Hablar de salud no es menos
enfermizo; y enfermedad es buscar pociones
y también lo es el no buscarlas ni desearlas.

Son enfermedad la alegría y la melancolía,
y los hijos y los libros, y los espejos son enfermedad.
Y el amor y el odio, y pensar o no pensar; la muerte
y la vida, en definitiva, son la peor de las dolencias.

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