martes, 18 de noviembre de 2008

Dislate

El contexto es el pecado. En muchos sentidos. El pecado de una o varias vidas: diminutas, tiernas, de olor fugaz a paraíso y culpa. Uno está realmente solo cuando sabe que no puede estarlo. El sexo, culpable; la muerte, culpable... la alegría, la pura racionalidad, culpables. Uno mismo, existiendo o sin existir, con o sin trampas del lenguaje y trampas del ego más mísero, culpables. Culpables de culpabilidad. El único eximente sería la compasión, pero no la autocompasión que nos haría volver a empezar la historia, que nos obligaría a subir de nuevo al monte de los olivos.


Mi brillo no está en ningunos ojos
y los míos están apagados.
No puede darme el mundo,
y tú tampoco, lo que no está
en mis manos,
lo que está allende la reseca frontera
y que sé que decidirá mi reseco destino.
Tampoco tus ojos y tus risas
sueñan más acá de mis límites.
Ni el amor ni el odio,
ni tus bellas nalgas
ni mi silencio,
tienen perdón.
Esclavo de la belleza como las meretrices,
del amor como alguna madre
de hijos agrios y maltratados,
y de todos los hijos, esclavo del dolor
y dueño de la comedia,
esta memoria falaz y maldita,
como Nietzsche y Platón
cuando mútuamente se soñaron
con compasión y odio.

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