martes, 25 de noviembre de 2008

Vino triste

'El vino triste' de Pavese; sobre la insuperable insatisfacción y el misterio sin misterio de la vida humana. La dolorosa simplicidad de toda existencia. El sordo rumor de la muerte que es la derrota. La absurda tristeza, ni justa ni injusta. Cualquie hombre, de alguna manera, es esta derrota y esta muerte en vida; como un cadáver despierto. El dulce y patético engañarnos con el aguardiente en la mano. Todo el dolor, toda la injusticia, toda la ternura, disparados sin piedad y sin respuesta. Es tan fácil verlo y decirlo, para algunos, y no hacen falta grandes fórmulas para conmocionarnos ante la propia historia. Hasta el ritmo, monótono y rotundo, es estremecedor:

Es un hecho comprobado que cada vez que me siento en un rincón
de una tasca a beberme un aguardiente, está allí el pederasta
los niños que chillan o el desocupado
o una bella muchacha que pasa por fuera,
rompiéndome entre todos el hilo del humo.
‘Así es, jovenzuelo, se lo digo de veras, trabajo en Lucento.’
Pero la voz, la voz angustiada del viejo
cuarentón -no estoy seguro- que, en el frío, en la noche,
me estrechó la mano y me acompañó luego
hasta casa, aquel tono de vieja corneta,
no lo olvido, aunque muera.
No hablaba a causa del vino, hablaba conmigo
porque yo había estudiado y fumaba en pipa.
‘Y quien fuma en pipa’ exclamaba temblando
‘¡no puede ser falso!’ Bajando la cabeza le di mi asentimiento.

‘Encontré a mi regreso muchachas más francas, más sanas,
con las piernas al descubierto -yo, en ayunas durante meses-
y me casé solamente porque estaba embriagado
por su frescura -un amor senil.
Desposé a la más robusta y más desvergonzada
para saborear de nuevo la vida, para no morir más
tras una mesa, en una oficina, ante extraños.
Pero también Nella fue una extraña para mí y un cadete de aviación
la vio un día y le puso las manos encima.
Murió aquel villano -aquel pobre joven
capotó en el cielo; no soy yo el villano.
Mi Nella cuida un niño -no sé si es hijo mío-
y se consagra a la casa y yo soy un extraño
que no sabe contentarla y no me atrevo a decir nada
y tampoco Nella habla, solamente me mira.’

Y lo más curioso es que aquel hombre lloraba al contarlo
como llora un borracho, con todo su cuerpo,
y se me abalanzaba y decía ‘Entre nosostros dos
habrá respeto siempre’ y yo, temblando en el frío,
intentando marcharme, estrechando su mano.

Da gusto beber un vasito de aguardiente, pero es un placer muy distinto
escuchar los desahogos de un viejo impotente
que ha vuelto del frente y nos pide perdón.

‘¿Qué satisfacciones tengo en la vida?
Se lo digo de veras, trabajo en Lucento.
¿Qué satisfacciones tengo en la vida?’

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