Me gusta el budismo,
pero me gusta de aquella manera.
No le tengo fe ni pretendo
esforzarme en ninguna de sus enseñanzas.
Los aprecio como a los antiguos griegos,
a distancia, y siempre con papeles
y escoliastas de por medio.
Un Universo absolutamente incomprensible,
pero digno porque no necesita de ningún dios
para existir. Eso está bien.
Tampoco el hombre oriental o el heleno
exigieron ninguna inmortalidad.
Esto, y lo digo en un medio suspiro,
está mejor.
No me gustan las túnicas azafrán
ni las esotéricas y absurdas magias
ni las cabezas humanas afeitadas
ni los monótonos y pretenciosos cánticos.
Es dulce a mis heridas su dulce metafísica
en la que todo cabe –según dice el XIV Dalai,
incluso la física cuántica-, todo, salvo cerrar los ojos
y mentirte a cualquier precio.
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