domingo, 17 de febrero de 2008

Una caso real

Un caso real

El neurólogo me remitió al psiquiatra.
El psiquiatra, al alergólogo, a la farmacia
y por último al psicólogo, a uno que él conocía
de su comunidad de vecinos. Mejor referencia
es imposible. Después, previo paso por el naturópata,
me despacharon al cura, aunque esto
fue por grados; primero a un medio tibetano argentino
de honda espiritualidad (así me lo pareció al principio),
para terminar en la sacristía y después en el confesionario
católico de mi barrio. El buen sacerdote hizo lo que pudo
y al final recomendó más vida familiar y hasta me puso
en contacto con una exnovia de la infancia que andaba
muy metida entre sotanas pero que era todo corazón,
y que tenía sobrada experiencia en casos difíciles.
(Les diré confidencialmente que ese inmenso corazón
fue lo que me hizo huir de ella hace 30 años. Pero esto
no viene a cuento ahora. Así, tan talludita y beata, perdía
mucho... pero es otra historia).

El neurólogo me hizo estar quieto y callado.
El psiquiatra se interesó por mi estómago y mis alergias.
Del alergólogo nada he de decirles pues estaba de vacaciones.
El psicólogo me hizo hablar y hablar, y más bla-bla y bla-bla;
no sé lo que le conté, pero creo que él tampoco.
El naturópta quiso que dejara el tabaco y que revisara mi hígado,
recomendándome tomar mucha soja y practicar algún deporte.
Era simpático, las cosas como son, pero en un momento dado
decidí escapar de tan bondadosa y agotadora terapia.
Al despedirnos, y mostrando su buena voluntad, me regaló
una mata de perejil antártico que es de lo mejor para recuperar
el equilibrio y el hígado. También me recordó lo del tabaco.
En internet no leí que tuviera efectos secundarios. El perejil
antártico, quiero decir. Entonces fue lo del chamán medio argentino
y medio tibetano. Más soja, más meditación, muchos libros
del yin y del yan, pero poco más. Dando un fuerte portazo
lo dejé cuando quiso que me afeitara la cabeza.
El cura, don Gregorio, me hizo rezar y hasta confesarme.
Mis pocos y mediocres pecados lo defraudaron, y fue cuando
habló a Paulita, mi exnovia de la infancia, de mi caso.
Pero como ya les he dicho, Paulita había perdido mucho,
y me volví a casa, donde estaba mi familia. Los tengo
muy vistos, me dije en un momento de brillantez, y entre
besos y brazos los abandoné para hacer un largo viaje
del que, ellos no lo saben, no pienso volver.

Esto del internet y la aldea global me da licencia
para informarles que vivo con una tribu bosquimana
desde hace cuatro años, que las cosas me van bien
pero que los síntomas primeros que me llevaron al neurólogo
aún no han desaparecido. Desde el corazón del África
les remito este testimonio egográfico.

Para acabar y a modo de posdata.
Mi mal incurable, y ustedes son testigos de mi esfuerzo
por superarlo, consiste en que todas y cada una de las noches
sufro de terribles pesadillas por lo que el despertar y retornar
la conciencia constituye un alivio. Esto, para mí, y no sé
cómo lo verán ustedes, es preocupante.
Por si alguno está interesado puedo pasarle la dirección
y las tarifas de mis compañeros de poema.
No me pidan la localización exacta de esta indómita tribu

porque a buen seguro les mentiría.


***

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