martes, 15 de abril de 2008

'En las cimas...' VII

'El culto a lo infinito'. Imposible reducir la cita.

“No puedo hablar de lo infinito sin sentir un doble vértigo, interior y exterior, como si, aban­donando una existencia ordenada, me arrojase a un torbellino, moviéndome en la inmensidad a la velocidad del pensamiento. Ese trayecto se dirige hacia un punto eterno inaccesible. Cuanto más se aleja éste hacia una lejanía inalcanzable, más in­tenso parece el vértigo. Sus meandros, tan ajenos a la ligereza de la gracia, dibujan contornos tan complicados como las llamas cósmicas. Todo no es más que sacudida y trepidación; el mundo ente­ro parece agitarse a un ritmo loco, como al apro­ximarse el Apocalipsis. No existe sentimiento pro­fundo de lo infinito sin esa sensación extraña, vertiginosa, de la inminencia del Final. Lo infinito produce, paradójicamente, la sensación de un fi­nal accesible, al mismo tiempo que la certeza de no poder acercarse a él. Pues lo infinito, tanto en el espacio como en el tiempo, no conduce a ningún sitio. ¿Cómo podríamos realizar algo en el futuro cuando tenemos detrás de nosotros una eternidad de irrealización? Si el mundo tuviese un sentido, hace tiempo que lo hubiésemos descu­bierto. ¿Cómo imaginar que podría manifestarse aún en adelante? Pero el mundo no tiene sentido; irracional en su esencia, es, además, infinito. El sentido, en efecto, sólo es concebible en un mun­do finito, en el que se pueda llegar a algo, en un mundo que no admita el retroceso, un mundo de puntos de referencia seguros y bien definidos, un mundo asimilable a una historia convergente, como lo desea la teoría del progreso. Lo infinito no conduce a ningún lugar, pues todo en él es pro­visional y caduco; nada resulta suficiente ante lo ilimitado. Nadie puede experimentar lo infinito sin sentir un desconcierto profundo, único. ¿Cómo no hallarse desconcertado, en efecto, cuando todas las direcciones son equivalentes?
Lo infinito invalida toda tentativa de resolver el problema del sentido. Esa imposibilidad me produce una voluptuosidad demoníaca, y la ausen­cia de sentido incluso me alegra. ¿Para qué servi­ría en definitiva si existiera? ¿No podemos real­mente prescindir de él? La ausencia de sentido ¿no puede acaso llenarse con la ebriedad de lo irracional, con una orgía ininterrumpida? ¡Viva­mos, puesto que el mundo carece de sentido! Mientras no tengamos ningún objetivo preciso, ningún ideal accesible, arrojémonos sin reservas en el terrible vértigo de lo infinito, sigamos sus meandros en el espacio, consumámonos en sus llamas, amémosle por su locura cósmica y su total anarquía, puesto que ésta, anarquía orgánica e irremediable, forma parte de la experiencia de lo infinito. Es imposible imaginar la anarquía cósmi­ca si no poseemos en nosotros mismos sus gérme­nes. Vivir la infinitud, lo mismo que meditar so­bre ella durante mucho tiempo, equivale a recibir la lección de rebelión más terrible que existe. Lo infinito nos desorganiza y nos atormenta, hace vacilar los cimientos de nuestro ser, pero también nos exhorta a desdeñar todo lo insignificante, todo lo contingente.
¡Qué alivio, tras haber perdido toda espe­ranza, poder precipitarnos en lo infinito, sumer­girnos con todas nuestras fuerzas en lo ilimitado, participar en la anarquía universal y en las ten­siones de ese vértigo! Recorrer, en una carrera extenuante, toda la demencia de un movimiento ininterrumpido, consumirse en el impulso más dramático, pensando menos en la muerte que en nuestra propia locura, realizar plenamente un sue­ño de barbarie universal y de exaltación ilimi­tada...
Y que, al final del vértigo, nuestra caída no sea en absoluto una extinción progresiva, sino que continuemos esa frenética agonía en el caos del maelstrom inicial. Ojalá el pathos de lo infinito nos abrase una vez más en la soledad de la muerte, para que nuestro tránsito hacia la nada se parezca a una iluminación, aumentando aún más el miste­rio y la ausencia de sentido de este mundo. En la asombrosa complejidad de lo infinito encontramos de nuevo, como elemento constitutivo, la ne­gación categórica de la forma, de un plan determi­nado. Lo infinito, proceso absoluto, anula todo lo consistente, lo cristalizado, lo acabado. ¿Acaso el arte que mejor expresa lo infinito no es la músi­ca, que funde las formas en una fluidez de encan­to inefable? La forma tiende constantemente a acabar el fragmento e, individualizando los conte­nidos, a eliminar la perspectiva de lo infinito y de lo universal; las formas no existen más que para sustraer los contenidos de la vida al caos y a la anarquía. Toda visión profunda revela hasta qué punto la consistencia de esos contenidos es iluso­ria en comparación con el vértigo de lo ilimitado, puesto que, más allá de las cristalizaciones efíme­ras, la realidad aparece como una intensa pul­sación. El gusto por las formas resulta de un abandonarse a lo acabado y a las seducciones in­consistentes de la limitación, que alejan para siempre de las revelaciones metafísicas. En efecto, al igual que la música, la metafísica surge de la ex­periencia de lo infinito. Ambas prosperan en las alturas y son detentadoras de vértigos. Yo nunca he podido comprender cómo los seres que han creado obras capitales en esos dos terrenos no se han vuelto locos. Más que el resto de las artes, la música exige una tensión tan grande que se debe­ría, tras tales momentos de creación, ser víctima del delirio. Si el mundo obedeciera a una coheren­cia inmanente y necesaria, los grandes composito­res en la cima de su arte deberían suicidarse o per­der el juicio. ¿Acaso todos los seres a los que fas­cina lo infinito no se hallan en camino hacia el delirio? La normalidad o la anormalidad nos im­portan un bledo. Vivamos en el éxtasis de lo ilimi­tado, amemos todo lo que no tiene límites, des­truyamos las formas y creemos el único culto que carece de ellas: el de lo infinito.”

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